La Europa que una vez también fue refugiada

La última década ha visto la transformación de Europa de un paraíso de acogida para millones que huyen de la guerra y la pobreza, en un búnker cada vez más infranqueable que deja morir a miles en el mar

A ojos de millones de europeos, migrar se ha vuelto algo más allá que un drama lejano del que compadecerse. Se ha convertido en una amenaza existencial que hay que frenar a toda costa, incluso jugándose la propia democracia apostando por partidos de una derecha extrema como no vista en décadas. Sin embargo, muchos olvidan el pasado no tan lejano de una Europa de refugiados que también huyeron de la guerra, el hambre y la miseria.

Hace 80 años Europa era un lugar muy diferente. El final de la Segunda Guerra Mundial dejó una Europa devastada, con millones de personas desplazadas y refugiadas traumatizadas tras la contienda bélica. Una Europa en ruinas incapaz de dar respuesta al desastre humanitario en el que se sumía su población. Ante las dimensiones de la catástrofe, en 1943 se creaba en Washington la UNRAA, el antecedente directo de ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados).

El organismo, creado por iniciativa de las grandes potencias de la época, tuvo por objetivo coordinar la distribución de ayuda para los millones de europeos necesitados de asistencia humanitaria urgente. Entre algunas de sus tareas estuvo la atención a los sobrevivientes de los campos de concentración del nazismo, la gestión de los campos de desplazados para las millones de personas expulsadas por la guerra, o la reconstrucción de infraestructuras básicas necesarias para levantar la economía continental.

Entre 1946 y 1952, la primera agencia para los refugiados asistió a más de 11 millones de personas, en su mayoría civiles. La mayoría logró regresar a su lugar de origen. Pero más de un millón emigró al extranjero, gracias a políticas migratorias favorables en países como Estados Unidos, Canadá o Australia. Para sorpresa de muchos, lugares como Siria, Egipto o Palestina también ofrecieron refugio. Allí llegaron decenas de miles de europeos del este que huían de la guerra

El caso de España no fue una excepción. Tras la Guerra Civil, más de medio millón de españoles republicanos partieron al exilio como refugiados políticos. Principalmente, con destino a Francia y países latinoamericanos como México o Argentina, donde especialmente fueron recibidos con una política de puertas de abiertas. Ya en tiempos de la dictadura, la pobreza y la escasez llevaron a decenas de miles de españoles en los años 60 y 70 a emigrar. Una gran mayoría de manera clandestina a Suiza, Francia o Alemania en busca de una vida mejor para sus familias.

Sin embargo, parece que 80 años después el pueblo europeo sufre de un grave episodio de amnesia colectiva. Una amnesia generalizada que nos ha hecho olvidar las amargas raíces de las que emana el actual proyecto europeo. Nacido de la guerra, la miseria, pero sobre todo de la solidaridad y el humanitarismo. Desde la crisis de los refugiados sirios en 2015, la Europa de las fronteras abiertas ha dado paso a la Europa de los muros, las concertinas y los vallados de púas.

El endurecimiento de las políticas migratorias, la securitización de las fronteras, y su externalización en manos de países de dudoso compromiso con los derechos humanos, han convertido la travesía de millones de migrantes y refugiados en una proceso inseguro, violento, y muchas veces mortal.  Desde 2014 más de 31 mil migrantes han desaparecido sólo en las aguas del Mediterráneo. Cientos de miles más se agolpan en centros de internamiento turcos, libios o tunecinos financiados con el dinero de la Unión Europea a merced de torturas, hacinamiento y violencia.

En un mundo que sufre la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial, Europa sufre una crisis de valores sin precedentes. La fácil apertura de fronteras a más de 5 millones de refugiados ucranianos tras el inicio de la invasión rusa, contrasta con los más de 9 mil millones de euros que desde 2005 la UE ha destinado a blindar y externalizar su frontera sur bajo un sistema “costoso, inmoral e ineficaz”. Las vidas de los millones de personas que residen en países de más allá del Mediterráneo parecen importar menos que las de nuestros vecinos ucranianos, como si habláramos de una humanidad de primera, y otra de segunda ¿Y si los europeos hubiéramos sido una vez esa humanidad de segunda? Con seguridad nuestra historia sería muy diferente.

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